jueves, abril 12

Cómo impedir un enfrentamiento con Irán


Cómo impedir un enfrentamiento con Irán
Noam Chomsky
Rebelión
Traducido para Rebelión del inglés por S. Seguí


Previsiblemente, el anuncio por parte de George W. Bush de una “crecida” (surge) de tropas en Irak se ha producido a pesar de la firme oposición a cualquier medida de este tipo por parte de los ciudadanos estadounidenses y de una oposición todavía mayor por parte de los (completamente irrelevantes) iraquíes. Además, ha ido acompañado de una serie de ominosas filtraciones y declaraciones –en Washington y Bagdad— sobre cómo la intervención de Irán en Irak va dirigida a perturbar nuestra misión de alcanzar la victoria, objetivo que es, por definición, noble. Lo que siguió a continuación fue un solemne debate sobre si los números de serie de los artefactos explosivos improvisados (improvised explosive devices, IEDs) conducen a Irán y, en este caso, si llevan hasta los Guardianes de la Revolución o a alguna autoridad todavía más alta.
Este debate ilustra de manera característica un principio fundamental de la propaganda avanzada. En las sociedades más represivas y brutales, la línea del partido es objeto de proclamación pública y se debe obedecer... o atenerse a las consecuencias. Lo que uno piense es asunto suyo y no importa en absoluto. En las sociedades en las que el Estado ha perdido la capacidad de control por medio de la fuerza, la línea del partido simplemente se presupone; en esos casos, se incita a desarrollar un vivo debate dentro de los límites impuestos por una ortodoxia doctrinal no explícita. El más brutal de los dos sistemas conduce, naturalmente, a la falta de credibilidad; la variante más sofisticada da una impresión de apertura y libertad, y es mucho más efectiva a la hora de transmitir la línea del partido. Ésta, resulta incuestionable, más allá del pensamiento mismo, como el aire que respiramos.
El debate sobre la interferencia iraní en Irak avanza sin ningún tipo de ridículo, a partir del supuesto básico de que Estados Unidos es el propietario del mundo. En Estados Unidos no se entabló un debate similar, por ejemplo en 1980, sobre si este país estaba interfiriendo en el Afganistán ocupado por los soviéticos, y dudo de que Pravda, probablemente reconociendo lo absurdo de la situación, llegara a mostrar su indignación sobre ese hecho –que los funcionarios estadounidenses y nuestros medios de comunicación, en cualquier caso, no han hecho ningún esfuerzo por esconder–. Quizás la prensa oficial nazi tampoco auspició parecidos debates solemnes sobre si los aliados estaban interfiriendo en la Francia soberana de Vichy, pero si lo hubiera hecho hubiera sin duda provocado en las personas sensatas un intenso sentimiento de ridículo.
En nuestro caso, sin embargo, incluso el ridículo –claramente ausente– sería suficiente, porque las acusaciones contra Irán forman parte de un redoble de declaraciones dirigidas a movilizar la aceptación de la escalada de la guerra en Irak y de un ataque en Irán, país calificado de “fuente del problema.” El mundo está horrorizado ante esta posibilidad. Incluso en los estados vecinos suníes, poco amigos de Irán, las mayorías consultadas prefieren un Irán nuclearizado a cualquier tipo de acción militar contra este país. La escasa información de que disponemos nos permite saber que partes importantes de los servicios militares y de inteligencia de Estados Unidos se oponen a este ataque, junto a casi todo el mundo, más aún que cuando los gobiernos de Bush y de Blair invadieron Irak, en abierto desafío a una enorme oposición popular en todo el mundo.
El efecto Irán
Los resultados de un ataque sobre Irán podrían ser horrendos. Después de todo, según un reciente estudio sobre el efecto Irak elaborado por los especialistas en terrorismo Peter Bergen y Paul Cruickshank, basándose en datos provenientes del Gobierno y de la Rand Corporation, la invasión de Irak ha producido una multiplicación por siete del terror. El efecto Irán sería probablemente mucho más grave y duradero. El historiador militar británico Corelli Barnett expresa lo que muchos piensan cuando afirma que “un ataque sobre Irán equivaldría al lanzamiento efectivo de la Tercera Guerra Mundial.”
¿Cuáles son los planes de esa camarilla cada vez más desesperada que acapara el poder en Estados Unidos? No podemos conocerlos. Esta planificación de Estado se mantiene por supuesto en secreto por razones de seguridad. Un análisis de algunos documentos desclasificados revela que esta afirmación tiene mucho de cierta, aunque únicamente si entendemos por seguridad la del Gobierno contra su enemigo nacional, la población en cuyo nombre gobierna.
Aún en el caso de que la camarilla de la Casa Blanca no estuviera planeando la guerra, el despliegue naval, el apoyo a los movimientos secesionistas y las acciones terroristas contra Irán, junto a otras provocaciones, podrían desembocar fácilmente en una guerra accidental, a la que las resoluciones del Congreso no supondrían una barrera infranqueable. En general, dicha resoluciones incluyen invariablemente determinadas excepciones en aras de la seguridad nacional, abriendo con ello cauces de un tamaño suficiente para permitir el paso de varios grupos de combate navales con portaaviones y su ubicación en el Golfo Pérsico, tan pronto como determinados líderes faltos de escrúpulo realizan declaraciones catastrofistas, como por ejemplo las de Condoleezza Rice cuando hablaba de las “nubes en forma de seta” sobre las ciudades estadounidenses. Además, la preparación del tipo de incidentes que justifica estos ataques constituye una práctica absolutamente familiar. Incluso los peores muy monstruos echan mano de justificaciones de este tipo y adoptan este mecanismo: por ejemplo, cuando Hitler decía defender a la inocente Alemania del “terror salvaje” de los polacos en 1939, después de que hubieran rechazado sus sensatas y generosas propuestas de paz.
La barrera más efectiva a la decisión de la Casa Blanca de iniciar una guerra es el tipo de oposición popular organizada que llenó de miedo al liderazgo político-militar en 1968, hasta el punto de hacerlo reticente a enviar más tropas a Vietnam, por temor, como hemos sabido por los Papeles del Pentágono, a que necesitaran estas tropas para controlar el desorden civil interno.
No cabe duda de que el gobierno de Irán merece una dura condena, entre otras por sus recientes acciones, que han acentuado la crisis. No obstante, sería útil preguntarnos cómo actuaríamos nosotros si Irán hubiera invadido y ocupado Canadá y México y estuviera arrestando a representantes del gobierno de Estados Unidos en esos países basándose en razones de resistencia a la ocupación iraní (llamada liberación, por supuesto). Imaginemos también que Irán estuviera desplegando masivas fuerzas navales en el Caribe y lanzando amenazas creíbles de lanzar una oleada de ataques contra una amplia gama de instalaciones –nucleares y de otro tipo– en Estados Unidos, si el gobierno de este país no aceptara liquidar inmediatamente todos sus programas de energía nuclear (y, naturalmente, desmantelar todas sus armas nucleares). Supongamos que todo esto sucede después de que Irán hubiera derrocado el gobierno de Estados Unidos e instalado un innoble tirano (como Estados Unidos hizo en Irán en 1953), que luego hubiera apoyado una invasión rusa de Estados Unidos capaz de matar millones de personas (como Estados Unidos apoyó la invasión de Irán por Sadam Husein en 1980, que causó la muerte de centenares de miles de iraníes, una cifra comparable a millones de americanos). ¿Nos quedaríamos acaso observando todo esto tranquilamente?.
Resulta fácil comprender una observación realizada por uno de los principales historiadores militares de Israel, Martin van Creveld. Después de que Estados Unidos invadiera Irak, sabiendo que este país estaba sin defensa, afirmó: “Si los iraníes no intentaran fabricar armas nucleares, estarían locos.”
Es evidente que ninguna persona en su sano juicio desea que Irán, o cualquier otra nación, desarrolle armas nucleares. Una resolución razonable de la actual crisis permitiría a Irán desarrollar su energía nuclear, de acuerdo con sus derechos como firmante del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, pero no armas nucleares. ¿Es factible esta solución? Lo sería, con una sola condición: que Estados Unidos e Irán fuesen sociedades democráticas en correcto funcionamiento, en las que la opinión pública tuviese una repercusión significativa a la hora de establecer las políticas públicas.
En realidad, esta solución cuenta con el apoyo mayoritario de iraníes y estadounidenses, que en general están de acuerdo en estas cuestiones nucleares. El consenso iraní-estadounidense incluye la completa eliminación de las armas nucleares en todo lugar (82% de estadounidenses); y si esto no puede conseguirse, debido a la oposición de las élites, entonces por lo menos el establecimiento de “una zona libre de armas nucleares en Oriente Próximo que incluya tanto los países islámicos como Israel” (71% de estadounidenses).
El 75% de los estadounidenses prefieren mejorar las relaciones con Irán que lanzar amenazas de fuerza. En pocas palabras, si la opinión pública tuviese una influencia significativa en las políticas de estado en Estados Unidos e Irán, la resolución de la crisis sería cuestión de poco tiempo, como también lo sería la consecución de soluciones de amplio alcance al desorden nuclear global.
Promover la democracia... en nuestro país
Estos elementos sugieren que una manera posible de impedir que la actual crisis estalle, produciendo quizás algún tipo de versión de la Tercera Guerra Mundial, consiste en una propuesta ya familiar: la promoción de la democracia, esta vez en nuestro propio país en el que tan necesaria resulta. La promoción de la democracia en nuestro país es sin duda viable y, aunque no podamos llevar del este proyecto directamente a Irán, podríamos también actuar de modo que mejorasen allí las perspectivas de los valientes reformistas y opositores que luchan precisamente por conseguirla. Entre estas figuras que son, o deberían ser, conocidas por el gran público, estarían Saíd Hajjarian, la Premio Nobel de la Paz Shirin Ebadi y Akbar Ganji, así como aquellos cuyos nombres, como de costumbre, no figuran en ningún lugar, entre ellos los activistas sindicales de los que tan poco conocemos; un ejemplo de este grupo pudieran ser los trabajadores que elaboran el Iranian Workers Bulletin.
La mejor manera de potenciar las perspectivas de una promoción democrática en Irán consiste en dar un giro radical a las políticas estatales en Estados Unidos, de modo que reflejen la opinión popular. Ello implicaría cesar de lanzar amenazas continuas que sólo son regalos para los sectores iraníes más intransigentes. Estas amenazas son condenadas con amargura por los iraníes que están realmente interesados en la promoción de la democracia (a diferencia de esos supporters que lanzan sin cesar eslóganes democráticos en Occidente y a los que se considera grandes idealistas, a pesar de su conocido odio hacia la democracia).
La promoción de la democracia en Estados Unidos podría tener consecuencias de mucho mayor alcance. En Irak, por ejemplo, se iniciaría un calendario de retirada, inmediata o muy próxima, con arreglo a los deseos de la abrumadora mayoría de iraníes y de una importante mayoría de estadounidenses. Las prioridades presupuestarias federales sufrirían un cambio de 180 grados. En aquellas áreas en las que aumenta sin cesar el gasto, como las recientes facturas militares destinadas a las guerras de Irak y Afganistán, habría una reducción; en aquellas áreas en las que el gasto es estable o se reduce (sanidad, educación, formación profesional, promoción de la conservación de la energía y fuentes de energía renovables, subsidios a los veteranos de guerra, financiación de la ONU y las operaciones de paz de la ONU, etc.), se incrementaría radicalmente. Las reducciones fiscales del presidente Bush que favorecen a personas que gozan de ingresos de $200,000 por año o superiores quedarían inmediatamente suprimidas.
Con más democracia, EE UU contaría ya desde hace tiempo con un servicio de asistencia sanitaria de ámbito nacional que sustituyera al actual sistema privatizado, que tiene un coste per cápita dos veces mayor que el de sociedades de parecido nivel, a la vez que tiene los peores resultados del mundo industrializado. También habría ratificado del Protocolo de Kioto para la reducción de las emisiones de dióxido de carbono y habría iniciado medidas aún más radicales de protección del medio ambiente. Permitiría, al mismo tiempo, que la ONU llevase la iniciativa en las crisis internacionales, incluyendo la de Irak. Después de todo, según las encuestas realizadas ya a partir de la invasión de 2003, una gran mayoría de estadounidenses desean que la ONU se haga cargo de la transformación política, la reconstrucción económica y el orden civil en ese país.
Si la opinión pública contase, Estados Unidos aceptaría las restricciones de la Carta de las Naciones Unidas relativas al uso de la fuerza y opuestas al consenso bipartidista según el cual este país, por sí solo, tiene derecho a recurrir a la violencia en respuesta a potenciales amenazas, reales o imaginadas, incluyendo las amenazas a nuestro acceso a mercados y recursos. Estados Unidos, junto con otros países, debería abandonar el derecho de veto en el Consejo de Seguridad y aceptar la opinión mayoritaria incluso cuando ésta le es adversa. Las Naciones Unidas estarían autorizadas a regular la venta de armas, mientras que EE UU reduciría estas ventas e instaría a otros países a hacerlo, lo que sería una contribución importante a la reducción de la violencia a gran escala en el mundo. Las cuestiones sobre terrorismo serían tratadas por canales diplomáticos y con medidas económicas, no con la fuerza, de acuerdo con la opinión de la mayor parte de especialistas en este tema, a todo lo cual se oponen diametralmente a las políticas practicadas en estos momentos.
Además, si la opinión pública tuviese influencia en las políticas, Estados Unidos habría restablecido sus relaciones gramáticas con Cuba, en beneficio de los pueblos de ambos países (además de, incidentalmente, su propia agroindustria estadounidense y sus empresas energéticas, entre otros sectores), en lugar de seguir siendo prácticamente el único país del mundo en imponer un bloqueo (con el único respaldo de Israel, la República de Palau y las Islas Marshall). Washington se uniría así al consenso internacional de un acuerdo basado en dos estados para la resolución del conflicto israelo-palestino, que (junto a Israel) ha bloqueado durante treinta años –con escasas excepciones temporales— y que sigue bloqueando con sus palabras y, más importante, con sus hechos, a pesar de algunas mendaces declaraciones de compromiso con la diplomacia. Asimismo, Estados Unidos equipararía la ayuda de Israel a la de Palestina, suprimiendo su ayuda a cualquiera de las partes que rechazarse el consenso internacional.
La demostración de estos aspectos puede consultarse mi libro Failed States: The Abuse of Power and the Assault on Democracy
1, así como en la obra de Benjamin Page (con Marshall Bouton) The Foreing Policy Disconnect 2, que también proporciona pruebas abundantes de que la opinión pública, en lo que respecta a los temas de política exterior (y probablemente también a los de política interior) tiende a ser coherente y consecuente a lo largo de largos periodos de tiempo. Los estudios relativos a la opinión pública deben ser tomados con precaución, pero ofrecen sin duda aspectos muy sugestivos.
Aunque no sea la panacea, la promoción de la democracia en nuestro país representaría un paso decidido hacia su transformación en un “socio responsable” del orden internacional (aceptando el término que se utiliza para nuestros adversarios), en lugar de ser objeto de miedo y desprecio en gran parte del mundo. Aparte de ser un valor en sí misma, una democracia operativa en nuestro país contendría un elemento prometedor para tratar de manera constructiva muchos de los actuales problemas, nacionales e internacionales, incluyendo aquellos que, literalmente, amenazan la supervivencia de nuestra especie.
Notas:
1 Pendiente de traducción
2 Idem.

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