En algunos albergues la situación es crítica; “sólo dan de desayunar a los niños”
Tabasqueños resisten en sus casas y negocios para evitar la rapiña
Villahermosa, Tab. 3 de noviembre. Quizá es la única casa habitada de la calle Gil y Sáenz. Reacio a abandonarla, pese a que se ha inundado gran parte del centro histórico, el hombre se justifica con la lógica que dan más de 70 años de vida: “el agua ya subió lo que tenía que subir”. Apenas cruza unas palabras, suelta lo que lleva no muy dentro: “esto fue lo que nos dejaron Andrade y Madrazo”.
Hace casi una década que Claudio Emilio Lozano se jubiló, tiempo en el cual los ex gobernadores debieron realizar las obras que no lo tendrían en esta soledad y aferrado a cuidar lo que el agua respetó, que no es mucho, pero es lo que le queda.
Entre las casetas telefónicas y demás mobiliario urbano que se asoma de entre el agua –también algunos vehículos, cuyos techos dan cuenta de que están abajo–, también sobresale, como ironía del desastre, la placa metálica de la inauguración que en su tiempo hizo el “C. Gobernador Manuel Andrade” del Centro de Negocios del Malecón, rubricado con el eslogan de su sexenio: “Cada paso, una solución”.
Internarse en el centro de la ciudad, navegar por los canales en que se han convertido sus calles, da idea del desastre económico, que ya se asoma entre las aguas. El Grijalva no respetó nada, ni casas ni comercios. Tampoco franquicias ni estanquillos. O casi nada. Cosas de la naturaleza, el caudal se detuvo a unos 30 metros de la Plaza de Armas, sede los tres poderes del Estado, que hasta el momento ha sobrevivido al naufragio.
La zona centro no está completamente sola, como se supondría al ver la devastación. En el San Rafael, modesto hotel de la avenida Constitución, su propietario, un hombre ya entrado en años, resiste. Dice que no se irá. Le han contado que “los rateros andan por aquí”, que se internan en las noches para saquear los comercios, y está decidido a evitar que sus pérdidas sean mayores o por lo menos a impedir que se lleven los viejos televisores de los cuartos.
Sabe bien que a pesar de las promesas gubernamentales de que se repondrá lo perdido, nunca alcanzará para tanto. Los daños y los damnificados son demasiados, por lo que desde ahora ya se ve imposible pasar de las promesas a los hechos.
Cuadra y media adelante, una familia sigue en su departamento, donde tiene lo elemental para resistir: garrafas de agua y despensa, que compró antes de la inundación. “Como de todos modos no hay qué comer en los albergues, pues nos quedamos aquí, al cabo que es tercer piso”, explica Luis Pérez.
Sus razones son las mismas: evitar la rapiña. “Anoche se llevaron los marinos a dos que abrieron la joyería de enfrente. Nosotros aquí nos quedamos. Al cabo que somos cuatro”. Se da valor con las tres mujeres que lo acompañan y acompañarán, cuando sin luz vuelvan a desafiar la suerte en esta tierra sin ley en que se ha convertido el centro de la ciudad en las noches.
Dentro del perímetro devastado se encuentra el Museo de Historia, uno de los más importantes de la ciudad, que en sus salas exhibía documentos históricos sobre la fundación de Tabasco. También había vasijas olmecas y mayas. Ya llegará el momento de saber si la inundación dejó a la entidad sin esa herencia.
El ir y venir de pequeñas lanchas ha sustituido el cotidiano caos vial del centro. Alejandro Hernández es un pescador que por ahora ha dejado Paraíso, de donde es originario, para prestar su embarcación.
A unas cuadras de ahí, donde el agua no ha llegado todavía, funcionan varios albergues. Quienes están en ellos, en su mayoría provienen de colonias muy alejadas. Los llevaron a esos sitios, seguros todavía, aunque tan cercanos están de la inundación, que las brigadas de salud ya pasaron a fumigar para evitar posibles brotes de dengue.
Tenemos comida, aunque sea poca, dice Jesús Martínez Hernández, una joven madre de 20 años que conserva el buen humor. Cuenta: “así me puso mi papá, quien desde antes que yo naciera, sin siquiera saber qué era, dijo que el bebé se tenía que llamar Jesús, fuera hombre o mujer. Me dicen Chuy”. Lo que a ella le incomoda es que no hay colchonetas y el albergue lo dejaron a medio terminar, sólo con un techo de lona, “por lo que no podemos dormir”.
Los albergues no se dan abasto y son, sin duda, termómetro social. La gente se inquieta porque la comida está racionada, por la insalubridad de los baños, por la saturación. “Hoy en la mañana sólo dieron de desayunar a los niños”, se queja una mujer que fue a hacer cola para recibir una despensa.
En el albergue de la escuela Manuel Sánchez fue colocado un letrero, que es en sí advertencia de que la solidaridad del lugar ha llegado al límite: “No hay más espacio”.
Hasta ayer, el dato oficial daba cuenta de la existencia de 70 albergues, que incluyen gran variedad de sitios: iglesias, la principal plaza comercial –ubicada en el complejo comercial de la ciudad– y la Quinta Grijalva.
Lorenia Garza, directora del Servicio de Alimentación del DIF estatal, coordina parte de los albergues institucionales, a los que se ha tratado llevar no sólo médicos, sino también sicólogos. “La gente tiene miedo, está dolida por la situación, y eso hay que atenderlo”, señala.
Hay inquietud no sólo entre los damnificados. El resto de la población resiente la escasez de los suministros más elementales. A una semana de que se inició la emergencia, un sentimiento de incertidumbre prevalece entre la gente, a pesar de que a la ciudad entran muchos tráileres con agua y alimentos.
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