El año 1968 fue de Vietnam, de Biafra, del asesinato de Martin Luther King, del de Robert Kennedy después del de John F. Kennedy, su hermano y presidente de Estados Unidos; de la reivindicación del pueblo negro, de los Panteras Negras, del movimiento hippie que llegó hasta la humilde choza de María Sabina, en Huautla de Jiménez, Oaxaca, y sin embargo, para México, 1968 tiene un solo nombre: Tlatelolco, 2 de octubre.
Sal al balcón, bocón,
sal al balcón, hocicón.
Ho Ho Ho Chi Minh
Díaz Ordaz, chin, chin, chin.
Ho Chi Minh, el jefe de la República Democrática de Vietnam, era entonces tan carismático para los estudiantes como el Che Guevara. Ir a Vietnam era cometer genocidio y los estudiantes en Berkeley detenían a los futuros soldados sonriéndoles con una flor en la mano: “Peace and love”.
No sólo eran los estadunidenses los rebeldes; los jóvenes del mundo entero alzaban la mano, algunos con el puño cerrado, otros haciendo la V de la victoria. Tenían mucho que reclamarle a la sociedad. En Europa no había trabajo para los egresados de las universidades; en América, en África, en Asia, en Australia, el rechazo al orden establecido se había generalizado.
“La imaginación al poder”, “Entre más hago la revolución, más ganas me dan de hacer el amor; entre más hago el amor, más ganas tengo de hacer la revolución”, “Prohibido prohibir”. Los estudiantes cantaban al son del corrido de Rosita Alvirez: “Año del 68, muy presente tengo yo, en un cuarto de los Pinos, Díaz Ordaz se desbieló, Díaz Ordaz se desbieló”. El gobierno perdía la paciencia: “Reconsideren, vuelvan a clases, agradézcanle al gobierno su paciencia, no se dejen engañar por los agitadores y los profetas de la destrucción”.
En mayo de 1968, en París, el general Charles de Gaulle, el alto héroe de la Segunda Guerra Mundial, fustigó a los estudiantes que levantaron barricadas con las piedras del pavimento, pintaron los muros de la Sorbona y rehusaban entrar a clase. “De Gaulle les dijo que no comprendía que siguieran a un líder judío-alemán, Daniel Cohen-Bendit, apodado Danny el rojo”. Al día siguiente, en una de sus marchas, los estudiantes tomaron la calle repitiendo una y otra vez:
“Todos somos judíos alemanes, todos somos judíos alemanes.”
Si en Francia la falta de oportunidades fue el reclamo, en México creció el rechazo al autoritarismo. Al gobierno del presidente Díaz Ordaz el país se le estaba yendo de las manos y eso en el año de las Olimpiadas. Por primera vez los Juegos Olímpicos se llevarían a cabo en un país de América Latina, el mundo entero tendría los ojos puestos sobre México, pero tras la mampara de los edificios olímpicos seguiría la miseria, la jerarquización de una sociedad hostil a los olvidados de siempre, la crueldad de un gobierno dispuesto a aparentarlo todo.
“No queremos Olimpiadas, queremos revolución. No queremos Olimpiadas, queremos revolución.”
La Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) protegió a sus estudiantes durante los 146 días del movimiento estudiantil y muchos de ellos hasta durmieron en las aulas con tal de no perder una sola de las asambleas. Ya el 30 de junio de 1968, día en que los soldados derribaron con una bazuka la antigua puerta de San Ildefonso, Javier Barros Sierra izó la bandera a media asta, gesto que le dio todo su valor a la disidencia. “UNAM, territorio libre de América”, decía una voz juvenil amplificada por el micrófono a todas las facultades, y Guillermo Haro, director del Instituto de Astronomía, sonreía. La toma de Ciudad Universitaria en septiembre y la detención de 500 alumnos y maestros conducidos en camiones del Ejército indignó al país. Los estudiantes rodearon a su rector Javier Barros Sierra, quien los defendía confrontando al presidente de la República y al resto del gabinete.
Esta larga marcha (a veces jubilosa, otras aterradora porque había muertos y encarcelados) terminó en la Plaza de las Tres Culturas, el 2 de octubre de 1968, a las seis y diez de la tarde, a manos del Ejército y del Batallón Olimpia, compuesto por hombres vestidos de civil que llevaban un pañuelo o un guante blanco en la mano derecha para identificarse.
En el momento en que un estudiante anunció, a las 6:10, que la marcha al Casco de Santo Tomás del Politécnico se suspendía, en vista de que 5 mil soldados y 300 tanques de asalto tenían rodeada la zona, un helicóptero sobrevoló la plaza y dejó caer tres luces de bengala verde. Se oyeron los primeros disparos y la gente empezó a correr.
–No corran compañeros, no corran, cálmense, son balas de salva.
Muchos cayeron. El fuego cerrado y el tableteo de las ametralladoras convirtieron la Plaza de las Tres Culturas en un infierno. Según la corresponsal del diario Le Monde, Claude Kiejman, el Ejército detuvo a miles de jóvenes a quienes no sólo mantuvo con los brazos en alto bajo la lluvia, sino que humilló bajándoles los pantalones. Algunos golpearon desesperados la puerta de la iglesia de Santiago Tlatelolco:
–Ábrannos, ábrannos –gritaban.
Los franciscanos nunca abrieron.
Ver las imágenes del 68 es darse una idea de la magnitud del peligro. Los soldados le disparaban por detrás a la gente que llegó a los hospitales con heridas en el cuello, la espalda, los glúteos, las piernas. Antonio Carrillo Flores, entonces secretario de Relaciones Exteriores, respondió a la pregunta del regente del 68, Alfonso Coronal del Rosal, acerca del peligro en su oficina de la torre de Relaciones Exteriores, que un hombre quedó muerto sobre su propio escritorio, según relata Raúl Álvarez Garín.
El mismo 2 de octubre, cuando la doctora en antropología Margarita Nolasco logró salir de la plaza, abrió la ventanilla del taxi que la llevaba a su casa y gritó a los peatones en la acera, a la altura de la Casa de los Azulejos:
–¡Están masacrando a los estudiantes en Tlatelolco! ¡El ejército está matando a los muchachos!
El taxista la reprendió:
–Suba usted la ventanilla, señora, porque si sigue haciendo esto, tendré que bajarla del coche.
Él mismo cerró la ventanilla.
La vida seguía como si nada. Margarita Nolasco perdió el control. “Todo era de una normalidad horrible, insultante, no era posible que todo siguiera en calma”. Nadie se daba por enterado. El flujo interminable de los automóviles subiendo por la avenida Juárez seguía su cauce, río de acero inamovible. Nadie venía en su ayuda. La indiferencia era tan alta como la de los rascacielos. Además llovía.
El 3 de octubre de 1968, los periódicos, para colmo, acusaban a los estudiantes: El Día, Excélsior, El Nacional, El Sol de México, El Heraldo, La Prensa, La Afición, Ovaciones minimizaron la masacre. El Universal habló de Tlatelolco como un campo de batalla en el que, durante varias horas, terroristas y soldados sostuvieron un combate que produjo 29 muertos y más de 80 heridos en ambos bandos, así como mil detenidos. Sin embargo, Jorge Avilés, redactor de El Universal, alcanzó a escribir: “Vimos al Ejército en plena acción utilizando toda clase de instrumentos, las ametralladoras pesadas empotradas en una veintena de jeeps, disparaban a todos los sectores controlados por los francotiradores”. Los corresponsales extranjeros se escandalizaron. “Es la primera vez en mi larga trayectoria que veo a soldados disparándole a una multitud encajonada e indefensa”, manifestó Oriana Fallaci.
Dos mil personas fueron arrestadas. Los familiares anduvieron peregrinando de los hospitales a los anfiteatros en busca de sus hijos. En el Campo Militar número uno no cupo un alfiler después de tanto muchacho arrestado. Los periódicos recibieron una orden tajante: “No más información”. Informar era sabotear los Juegos Olímpicos.
El 6 de octubre, en un manifiesto “Al pueblo de México” el Consejo Nacional de Huelga declaró: “El saldo de la masacre de Tlatelolco aún no acaba. Han muerto cerca de 100 personas de las cuales sólo se sabe de las recogidas en el momento: los heridos cuentan por miles”. En Posdata, Octavio Paz recogió el número que el diario inglés The Guardian consideró más probable: 250 muertos.
El periodista José Alvarado escribió: “Había belleza y luz en las almas de los muchachos muertos. Querían hacer de México morada de justicia y verdad, la libertad, el pan y el alfabeto para los oprimidos y olvidados. Un país libre de la miseria y el engaño.
“Y ahora son fisiologías interrumpidas dentro de pieles ultrajadas.
“Algún día habrá una lámpara votiva en memoria de todos ellos.”
A partir de esa fecha, muchos nos dimos cuenta de que habíamos vivido en una especie de miedo latente y cotidiano que intentábamos suprimir, pero había reventado. Sabíamos de la miseria, de la corrupción, de la mentira, de que el honor se compra, pero no sabíamos de las piedras manchadas de sangre de Tlatelolco, de los zapatos perdidos de la gente que escapa, de las puertas de hierro de los elevadores perforadas por ráfagas de ametralladora.
Hoy, en 2007, a 39 años de la masacre, la ventanilla sigue cerrada. Todavía hoy, a 39 años, faltan nombres en la estela del Memorial levantado por el Comité de 1968 que encabeza Raúl Álvarez Garín. Quizá nunca sepamos el número exacto de muertos en Tlatelolco. Sin embargo, resonará en nuestros oídos durante muchos años la pequeña frase explicativa de un soldado al periodista José Antonio del Campo, de El Día:
“Son cuerpos, señor...”
A 39 años, la consigna “Dos de octubre no se olvida” se grita en la marcha en la que participan jóvenes que ni siquiera habían nacido. El Comité del 68 logró llevar al ex presidente Luis Echeverría al banquillo de los acusados y hoy vive preso en su casa. Pero necesitamos que los responsables sean enjuiciados, que la historia de los jóvenes asesinados sea rescatada, necesitamos rendirles homenaje porque a ellos los mataron por creer que podían cambiar al mundo.
La matanza del 2 de octubre es una de las masacres más evidentes de los comienzos del terrorismo de Estado en América Latina. En Argentina los familiares de los desaparecidos persiguen a los culpables, señalan su casa con pintura roja de sangre. En México, no tenemos aún el número exacto de muertos ni hemos enjuiciado a los responsables.
No pretendemos hacer justicia por mano propia, pero señalar a los culpables es la única manera de que la historia no la escriban sólo los poderosos. Es la única forma de hacer más habitable un país, en el que mueren de hambre 5 mil niños al año.
Es de toda justicia que Tlatelolco, ese espacio en el que cayeron universitarios y politécnicos, pertenezca hoy a la UNAM. Es de toda justicia recordar al rector Javier Barros Sierra. Es de toda justicia señalar a los responsables. En esta explanada hubo una matanza; esclarecer los hechos es el mejor homenaje que podemos rendirles a los muertos y desaparecidos. ¡Qué gran vergüenza mirar la plaza día tras día sin saber cuántos ni quiénes eran! La tarea corresponde a todo México, a cada quien desde su lugar. Es nuestro legado a los universitarios para que la atrocidad no quede impune. Si no lo logramos seguirán los criminales corrompiendo a nuestro país.
Si no hay verdad y justicia, el 2 de octubre del 68 puede asolarnos de nuevo. La universidad es la gran educadora, el barómetro moral de nuestro país, y la primera de sus enseñanzas es la ética. A partir de ella puede construirse el México que todos buscamos. Es la UNAM quien convertirá esta plaza en una lámpara votiva, como pidió José Alvarado.
Texto leído por la periodista, escritora y colaboradora de La Jornada ayer, durante la inauguración del Memorial del 68 en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco
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