Venezuela: Cuando la democracia es sí o no
lucía luna México, D.F., 9 de diciembre (apro).- La noche del 5 de octubre de 1988 Augusto Pinochet no podía creerlo. Había perdido con un rotundo “no” el plebiscito al que él mismo había convocado para extender ocho años más su mandato. Lo mismo le ocurrió el 25 de febrero de 1990 al gobierno sandinista de Niacaragua, que si bien llamó a elecciones generales, lo hizo con la certeza de que iba a ganar. Ahora le tocó el turno a Hugo Chávez quien, aunque por estrecho margen, se enteró de que, por lo menos la mitad de los venezolanos, no quiere su proyecto “socialista”, ni a él indefinidamente en el poder.
Concebida como una consulta popular para asuntos puntuales, la figura del plebiscito o referéndum no pocas veces se ha convertido en un ejercicio electoral que define gobiernos o, más aún, sistemas de gobierno. El problema es que la opción de voto se reduce a un simple “sí” o “no”, que no refleja la variedad de matices que implica una propuesta política amplia. Así, aunque el votante esté de acuerdo con unos puntos y con otros no –y eso si los conoce–, finalmente tiene que decidirse en bloque por aquello que más pese en su ánimo.
En el caso de Pinochet, los chilenos ciertamente no tuvieron tantas dudas. Después de quince años de una dictadura que ejerció una brutal represión e introdujo un modelo económico polarizante, los votantes se sumaron de buen grado al movimiento por el “no”, encabezado por una amplia alianza de los partidos de oposición. Hay que decir que siete años antes, en otro plebiscito realizado en 1981 para aprobar la nueva Constitución del régimen militar, 60 por ciento del electorado se pronunció a favor.
Como quiera que sea, en 1988 la Junta Militar reconoció su derrota y convocó a elecciones presidenciales para el año siguiente. Pero Pinochet se cobró este reconocimiento. Demandó nuevas reformas a la Constitución que restringían los poderes del gobierno civil; obstaculizaban el ascenso de la izquierda; acortaban el periodo presidencial; aseguraban un cierto número de legisladores designados, y convertían a los expresidentes, es decir a Pinochet mismo, en “senadores vitalicios”, lo que les garantizaba inmunidad de por vida. Estas reformas fueron aprobadas en un nuevo referéndum, en julio de 1989.
En Nicaragua la disyuntiva no fue tan clara. Eran las segundas elecciones generales desde que, en 1979, el Frente Sandinista destronó a la dinastía de los Somoza. En 1984, el FSLN se alzó con el 67 por ciento de los votos y, seis años después, pese al desgaste del gobierno, crecientes indicios de autoritarismo y corrupción, guerra y deterioro económico, los sandinistas seguían despertando el fervor popular y llenando plazas. Estaban seguros de su triunfo e, inclusive, las encuestas preelectorales así lo indicaban.
Los comicios no pretendían ser un refréndum, pero lo fueron. Más allá de sus simpatías, los nicaragüenses se vieron frente a la disyuntiva de seguir o no con el bloqueo económico, la guerra con los Contras y el reclutamiento militar obligatorio. A última hora prefirieron votar por la oposición, encabezada por Violeta Barrios de Chamorro, que ganó con una cómoda diferencia de 14 puntos porcentuales. El entonces presidente Daniel Ortega aceptó la derrota y entregó el poder, aunque no sin antes firmar un “Protocolo de Transición”, que comprometía al nuevo gobierno a respetar la Constitución y las conquistas sociales de la revolución sandinista.
Hugo Chávez lo hizo mucho más complicado. Su mandato no estaba sujeto a discusión, ya que éste había quedado asegurado hasta 2013 en una elección previa. Lo que el mandatario venezolano hizo, en realidad, fue someter a consulta un proyecto de nación. El problema es que, además de un número excesivamente alto de reformas a ser votadas para un ejercicio de esta naturaleza, en ellas mezcló una serie de propuestas sociales muy atendibles, con otras que simple y llanamente le conferían un poder ilimitado e indefinido. Y, en este punto, el referéndum se convirtió en un “sí” o un “no” al propio Chávez, que perdió.
La paradoja del reférendum
Al igual que Pinochet y Ortega que, no osbtante admitir su derrota maniobraron para dar continuidad a su proyecto político, pese al “no”, Chávez buscará la forma de sacar adelante su iniciativa de transformar a Venezuela en una república socialista, con la ventaja de que a él todavía le quedan cinco años en el poder y que una Ley Habilitante, aprobada en enero pasado, le permite legislar por decreto por lo menos hasta junio de 2008. La convocatoria a una Asamblea Constituyente también podría reabrir la puerta a su anhelada reelección.
La paradoja del referéndum –o de las elecciones que cobran este carácter– que constituye el ejercicio democrático por antonomasia, al ser una consulta directa al pueblo, es que puede convertirse en un subterfugio para avalar prácticas profundamente antidemocráticas, según lo que se someta a votación. No pocos gobiernos autoritarios, independientemente de su signo ideológico, lo han utilizado para “legitimar” sus políticas y su estancia en el poder.
La reelección indefinida, una práctica intrínsecamente antidemocrática por muy bueno que sea un gobernante y que, sin duda, constituyó el meollo de la derrota de Chávez, ha sido ejercida en todo el mundo, pero ha dejado experiencias particularmente negativas en América Latina. En México mismo se tiene el antecedente de Porfirio Díaz, quien se reeligió varias veces durante casi 30 años, hasta que la revolución maderista lo derribó. Inclusive, los 71 años de priato fueron una variante de esta misma práctica, ya que si bien no se reeligió ningún presidente, sí lo hizo una sola “familia política”.
Dinastías familiares como los Somoza en Nicaragua o los Duvalier en Haití se heredaron así el poder durante decenios y, en Paraguay, Alfredo Stroessner se “reeligió” siete veces entre 1954 y 1989; todos fueron desplazados por acciones armadas. Recientemente, en Perú, Alberto Fujimori intentó, en 2000, quedarse por un tercer periodo mediante elecciones amañadas, pero un movimiento civil lo obligó a huir. Del otro lado del espectro está Cuba, donde un solo partido ha gobernado desde 1959 y Fidel Castro se ha reelegido como presidente desde 1976 y, ahora, pese a su edad y su enfermedad, pretende volverlo a hacer.
En la propia Venezuela, el dictador Marcos Pérez Jiménez, que llegó a la presidencia en 1952 a lomos de una junta militar y en 1958 pretendió reelegirse para un segundo periodo, fue derrocado por un movimiento cívico-militar. Y el fallido golpe que encabezó el mismo Chávez en febrero de 1992, fue dirigido contra la segunda gestión presidencial de Carlos Andrés Pérez, aunque ésta no se dio en forma sucesiva, sino con un intervalo de 10 años.
A lo largo de los nueve años que lleva en el poder, Hugo Chávez, por su parte, ha buscado refrendar sus políticas y su mandato siempre por la vía de las urnas. Se ha reelegido ya dos veces mediante elecciones generales (2000 y 2006) y en 2004 sometió su presidencia a un refréndum revocatorio. También la nueva Constitución fue votada en diciembre de 1999. En total, entre consultas nacionales, regionales y locales, el chavismo ha realizado 12 y, hasta ahora, todas las había ganado.
Pero el 2 de diciembre pasado algo cambió, porque más allá de que el “no” ganó con un mínimo pero indudable 1.5 por ciento, Chávez perdió alrededor de tres millones de votos respecto de las elecciones del año pasado y, sobre todo, el abstencionismo alcanzó un 44 por ciento del electorado, del que no se sabe si está en contra o sólo se negó a participar, lo que de todos modos habla de una erosión del entusiasmo popular.
Aunque el presidente venezolano ya echó a perder el reconocimiento de su derrota al calificar la victoria de sus oponentes como “de mierda”, admitió también que probablemente no era el momento de someter a consulta su proyecto de “socialismo del siglo XXI” para el país. En realidad, no fue el momento ni la forma ni el fondo.
Seguramente engolosinado con su triunfo de hace un año, Chávez pensó que había llegado la hora de emprender de lleno la transformación política de Venezuela. Pero no contó con que esos mismos comicios que ratificaron su liderazgo, también reagruparon a la oposición, que aprendió la lección de no mantenerse al margen de estos ejercicios electorales, lo que previamente le costó quedarse fuera inclusive de la Asamblea Nacional.
Pero en medio hubo otro acontecimiento. En mayo pasado, el gobierno chavista decidió no renovar la concesión a Radio Caracas Televisión, la segunda cadena del país, que desde el principio practicó un activismo mediático en su contra y documentadamente participó en el golpe de abril de 2002. Esto no sólo dejó un tufo a autoritarismo y censura, sino que privó a muchos venezolanos de escasos recursos de uno de sus pocos entretenimientos. Generó, además, un fuerte movimiento estudiantil que fue menospreciado y que, sin duda, jugó ahora un papel clave en la promoción del “no”.
La forma tampoco fue la ideal porque los temas sujetos a votación eran excesivos. A los 33 artículos que propuso Chávez, la Asamblea Nacional les sumó otros 36, con lo que eran 69 los cambios constitucionales en juego; tantos, que especialistas opinaron que hubiera sido mejor convocar a una Asamblea Constituyente para elaborar una nueva Constitución, con una agravante: que el proceso se llevó a cabo en forma cupular y secreta, y al electorado sólo se le dieron tres semanas para digerir toda esa información.
En este contexto, los puntos que saltaron a la luz, no exentos de rumores y manipulación mediática, fueron los referentes a la implantación del socialismo y los poderes omnímodos de Chávez, un error de fondo de éste, al colocar dos temas tan sensibles en una misma canasta. Apostó todo y perdió todo. Justamente los riesgos de plantear una sola disyuntiva entre un “sí” y un “no”.
Desde luego, el indómito presidente bolivariano no se quedará de brazos cruzados. Ya anunció que volverá a presentar su propuesta, pero en forma “simplificada”. Por su parte, Evo Morales, en Bolivia, y Rafael Correa, en Ecuador, ya se aprestan a realizar un ejercicio semejante. Ojalá este antecedente les haya dejado a los tres alguna lección.
lucía luna México, D.F., 9 de diciembre (apro).- La noche del 5 de octubre de 1988 Augusto Pinochet no podía creerlo. Había perdido con un rotundo “no” el plebiscito al que él mismo había convocado para extender ocho años más su mandato. Lo mismo le ocurrió el 25 de febrero de 1990 al gobierno sandinista de Niacaragua, que si bien llamó a elecciones generales, lo hizo con la certeza de que iba a ganar. Ahora le tocó el turno a Hugo Chávez quien, aunque por estrecho margen, se enteró de que, por lo menos la mitad de los venezolanos, no quiere su proyecto “socialista”, ni a él indefinidamente en el poder.
Concebida como una consulta popular para asuntos puntuales, la figura del plebiscito o referéndum no pocas veces se ha convertido en un ejercicio electoral que define gobiernos o, más aún, sistemas de gobierno. El problema es que la opción de voto se reduce a un simple “sí” o “no”, que no refleja la variedad de matices que implica una propuesta política amplia. Así, aunque el votante esté de acuerdo con unos puntos y con otros no –y eso si los conoce–, finalmente tiene que decidirse en bloque por aquello que más pese en su ánimo.
En el caso de Pinochet, los chilenos ciertamente no tuvieron tantas dudas. Después de quince años de una dictadura que ejerció una brutal represión e introdujo un modelo económico polarizante, los votantes se sumaron de buen grado al movimiento por el “no”, encabezado por una amplia alianza de los partidos de oposición. Hay que decir que siete años antes, en otro plebiscito realizado en 1981 para aprobar la nueva Constitución del régimen militar, 60 por ciento del electorado se pronunció a favor.
Como quiera que sea, en 1988 la Junta Militar reconoció su derrota y convocó a elecciones presidenciales para el año siguiente. Pero Pinochet se cobró este reconocimiento. Demandó nuevas reformas a la Constitución que restringían los poderes del gobierno civil; obstaculizaban el ascenso de la izquierda; acortaban el periodo presidencial; aseguraban un cierto número de legisladores designados, y convertían a los expresidentes, es decir a Pinochet mismo, en “senadores vitalicios”, lo que les garantizaba inmunidad de por vida. Estas reformas fueron aprobadas en un nuevo referéndum, en julio de 1989.
En Nicaragua la disyuntiva no fue tan clara. Eran las segundas elecciones generales desde que, en 1979, el Frente Sandinista destronó a la dinastía de los Somoza. En 1984, el FSLN se alzó con el 67 por ciento de los votos y, seis años después, pese al desgaste del gobierno, crecientes indicios de autoritarismo y corrupción, guerra y deterioro económico, los sandinistas seguían despertando el fervor popular y llenando plazas. Estaban seguros de su triunfo e, inclusive, las encuestas preelectorales así lo indicaban.
Los comicios no pretendían ser un refréndum, pero lo fueron. Más allá de sus simpatías, los nicaragüenses se vieron frente a la disyuntiva de seguir o no con el bloqueo económico, la guerra con los Contras y el reclutamiento militar obligatorio. A última hora prefirieron votar por la oposición, encabezada por Violeta Barrios de Chamorro, que ganó con una cómoda diferencia de 14 puntos porcentuales. El entonces presidente Daniel Ortega aceptó la derrota y entregó el poder, aunque no sin antes firmar un “Protocolo de Transición”, que comprometía al nuevo gobierno a respetar la Constitución y las conquistas sociales de la revolución sandinista.
Hugo Chávez lo hizo mucho más complicado. Su mandato no estaba sujeto a discusión, ya que éste había quedado asegurado hasta 2013 en una elección previa. Lo que el mandatario venezolano hizo, en realidad, fue someter a consulta un proyecto de nación. El problema es que, además de un número excesivamente alto de reformas a ser votadas para un ejercicio de esta naturaleza, en ellas mezcló una serie de propuestas sociales muy atendibles, con otras que simple y llanamente le conferían un poder ilimitado e indefinido. Y, en este punto, el referéndum se convirtió en un “sí” o un “no” al propio Chávez, que perdió.
La paradoja del reférendum
Al igual que Pinochet y Ortega que, no osbtante admitir su derrota maniobraron para dar continuidad a su proyecto político, pese al “no”, Chávez buscará la forma de sacar adelante su iniciativa de transformar a Venezuela en una república socialista, con la ventaja de que a él todavía le quedan cinco años en el poder y que una Ley Habilitante, aprobada en enero pasado, le permite legislar por decreto por lo menos hasta junio de 2008. La convocatoria a una Asamblea Constituyente también podría reabrir la puerta a su anhelada reelección.
La paradoja del referéndum –o de las elecciones que cobran este carácter– que constituye el ejercicio democrático por antonomasia, al ser una consulta directa al pueblo, es que puede convertirse en un subterfugio para avalar prácticas profundamente antidemocráticas, según lo que se someta a votación. No pocos gobiernos autoritarios, independientemente de su signo ideológico, lo han utilizado para “legitimar” sus políticas y su estancia en el poder.
La reelección indefinida, una práctica intrínsecamente antidemocrática por muy bueno que sea un gobernante y que, sin duda, constituyó el meollo de la derrota de Chávez, ha sido ejercida en todo el mundo, pero ha dejado experiencias particularmente negativas en América Latina. En México mismo se tiene el antecedente de Porfirio Díaz, quien se reeligió varias veces durante casi 30 años, hasta que la revolución maderista lo derribó. Inclusive, los 71 años de priato fueron una variante de esta misma práctica, ya que si bien no se reeligió ningún presidente, sí lo hizo una sola “familia política”.
Dinastías familiares como los Somoza en Nicaragua o los Duvalier en Haití se heredaron así el poder durante decenios y, en Paraguay, Alfredo Stroessner se “reeligió” siete veces entre 1954 y 1989; todos fueron desplazados por acciones armadas. Recientemente, en Perú, Alberto Fujimori intentó, en 2000, quedarse por un tercer periodo mediante elecciones amañadas, pero un movimiento civil lo obligó a huir. Del otro lado del espectro está Cuba, donde un solo partido ha gobernado desde 1959 y Fidel Castro se ha reelegido como presidente desde 1976 y, ahora, pese a su edad y su enfermedad, pretende volverlo a hacer.
En la propia Venezuela, el dictador Marcos Pérez Jiménez, que llegó a la presidencia en 1952 a lomos de una junta militar y en 1958 pretendió reelegirse para un segundo periodo, fue derrocado por un movimiento cívico-militar. Y el fallido golpe que encabezó el mismo Chávez en febrero de 1992, fue dirigido contra la segunda gestión presidencial de Carlos Andrés Pérez, aunque ésta no se dio en forma sucesiva, sino con un intervalo de 10 años.
A lo largo de los nueve años que lleva en el poder, Hugo Chávez, por su parte, ha buscado refrendar sus políticas y su mandato siempre por la vía de las urnas. Se ha reelegido ya dos veces mediante elecciones generales (2000 y 2006) y en 2004 sometió su presidencia a un refréndum revocatorio. También la nueva Constitución fue votada en diciembre de 1999. En total, entre consultas nacionales, regionales y locales, el chavismo ha realizado 12 y, hasta ahora, todas las había ganado.
Pero el 2 de diciembre pasado algo cambió, porque más allá de que el “no” ganó con un mínimo pero indudable 1.5 por ciento, Chávez perdió alrededor de tres millones de votos respecto de las elecciones del año pasado y, sobre todo, el abstencionismo alcanzó un 44 por ciento del electorado, del que no se sabe si está en contra o sólo se negó a participar, lo que de todos modos habla de una erosión del entusiasmo popular.
Aunque el presidente venezolano ya echó a perder el reconocimiento de su derrota al calificar la victoria de sus oponentes como “de mierda”, admitió también que probablemente no era el momento de someter a consulta su proyecto de “socialismo del siglo XXI” para el país. En realidad, no fue el momento ni la forma ni el fondo.
Seguramente engolosinado con su triunfo de hace un año, Chávez pensó que había llegado la hora de emprender de lleno la transformación política de Venezuela. Pero no contó con que esos mismos comicios que ratificaron su liderazgo, también reagruparon a la oposición, que aprendió la lección de no mantenerse al margen de estos ejercicios electorales, lo que previamente le costó quedarse fuera inclusive de la Asamblea Nacional.
Pero en medio hubo otro acontecimiento. En mayo pasado, el gobierno chavista decidió no renovar la concesión a Radio Caracas Televisión, la segunda cadena del país, que desde el principio practicó un activismo mediático en su contra y documentadamente participó en el golpe de abril de 2002. Esto no sólo dejó un tufo a autoritarismo y censura, sino que privó a muchos venezolanos de escasos recursos de uno de sus pocos entretenimientos. Generó, además, un fuerte movimiento estudiantil que fue menospreciado y que, sin duda, jugó ahora un papel clave en la promoción del “no”.
La forma tampoco fue la ideal porque los temas sujetos a votación eran excesivos. A los 33 artículos que propuso Chávez, la Asamblea Nacional les sumó otros 36, con lo que eran 69 los cambios constitucionales en juego; tantos, que especialistas opinaron que hubiera sido mejor convocar a una Asamblea Constituyente para elaborar una nueva Constitución, con una agravante: que el proceso se llevó a cabo en forma cupular y secreta, y al electorado sólo se le dieron tres semanas para digerir toda esa información.
En este contexto, los puntos que saltaron a la luz, no exentos de rumores y manipulación mediática, fueron los referentes a la implantación del socialismo y los poderes omnímodos de Chávez, un error de fondo de éste, al colocar dos temas tan sensibles en una misma canasta. Apostó todo y perdió todo. Justamente los riesgos de plantear una sola disyuntiva entre un “sí” y un “no”.
Desde luego, el indómito presidente bolivariano no se quedará de brazos cruzados. Ya anunció que volverá a presentar su propuesta, pero en forma “simplificada”. Por su parte, Evo Morales, en Bolivia, y Rafael Correa, en Ecuador, ya se aprestan a realizar un ejercicio semejante. Ojalá este antecedente les haya dejado a los tres alguna lección.
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