miércoles, enero 16

México, espejo del narcotráfico colombiano

La víspera en que México emprenda la Iniciativa Mérida, en Colombia se cuestiona el éxito de la estrategia que hace siete años lanzó ese país con apoyo de Estados Unidos en pos de un objetivo similar: aniquilar al narcotráfico

Nydia Egremy / enviada

Santa Fe de Bogotá, Colombia. Apenas transcurren 12 minutos desde que el helicóptero Bell 212 despegó de la base de la Policía Antinarcóticos de Santa Marta, cuando se avista un cultivo de coca. Con sorpresa, los uniformados que operan las ametralladoras situadas al costado de la nave sacan sus geoposicionadores satelitales para ubicar las coordenadas del hallazgo que, se informa, sería destruido más tarde.

Se trata de un viaje de rutina destinado a exhibir el combate al narcotráfico, en el marco del Plan Colombia, que desde hace ocho años libra el gobierno de este país con ayuda económica y asesoría militar estadunidense. Pese a la polémica que suscita esa estrategia entre ciudadanos y analistas colombianos, México y Estados Unidos emprenderán una estrategia con idéntico sentido: la Iniciativa Mérida.

Eduardo Pizarro, presidente de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) de Colombia –en donde participan cinco designados del presidente de la República, entre ellos monseñor Nel Beltrán y representantes de víctimas de paramilitares–, dibuja el escenario a futuro en nuestro país de persistir el fortalecimiento del narcotráfico. Revela que en la reunión que sostuvo hace unas semanas con Eduardo Medina Mora Icaza, procurador general de México, éste le dijo: “Colombia está saliendo y México está entrando”.

Pizarro reconoce que las palabras del procurador mexicano lo impresionaron. “Me impactó mucho la frase del procurador: esa sensación de que México está entrando de lleno a lo que los colombianos sufrimos. También hablamos sobre el tema de la colombianización de México, que se usa en los casos de Brasil o Guatemala y se ha convertido en una categoría de análisis”.

Esa colombianización alude a la historia reciente del país suramericano: violencia incontrolable, debilitamiento institucional en donde el Estado no garantizaba la seguridad de sus ciudadanos. Así lo describe Rodrigo Lara Restrepo, fiscal anticorrupción colombiano, entrevistado en su oficina frente al Palacio de Nariño, sede de la presidencia de la república. “No podemos olvidar que Colombia viene de una situación en la que apenas hace cinco años más de 200 municipios carecían de la presencia de la fuerza pública”.

Para el funcionario, el proceso de desmantelamiento de los cárteles colombianos del narcotráfico ha sido exitoso. “Hoy, esos grandes cárteles fueron sustituidos por los cárteles mexicanos; Colombia se ha convertido en punto de procesamiento y despacho de la droga, mientras que antes era el gran productor”.

Lara Restrepo ve un buen entendimiento entre los gobiernos de Colombia y México, aunque advierte: “Mientras los países centroamericanos, México y Colombia no entiendan que éste es un problema global, donde sus países son simples pasos o etapas dentro de un comercio global e integrado, no seremos eficaces contra el narco. Toda la iniciativa y colaboración en inteligencia y en sumar esfuerzos es absolutamente necesaria”.

El zar anticorrupción colombiano considera que “la violencia que vimos en nuestro país en los años 80 se ha empezado a vivir con fuerza en México”. También reconoce que en materia de combate a la corrupción no existe ninguna cooperación con el gobierno mexicano, aunque se trabaja en el marco de la Convención Interamericana de Lucha contra la Corrupción, para combatir el lavado de dinero proveniente del narcotráfico, cuyo universo no es cuantificable.

“Hoy en día, estos recursos se han desplazado en gran parte de Colombia por la globalización financiera y por la situación de represión que hay en este país contra ese delito. Ahora los recursos del narco colombiano se lavan en muchísimos países de América en donde el fenómeno es más reciente y no tienen una legislación tan estricta como la nuestra.”

Para evitar la corrupción en la fuerza pública, en los últimos cinco años se fortaleció la inteligencia interna, asegura Rodrigo Lara, y describe que así se logró develar varios escándalos de corrupción en organismos públicos, “tanto en la seguridad interna como en el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y en las fuerzas militares y la policía. No se trata de esperar a que los descubra la Justicia o los medios. El estado es el juez de sus actos”, sentencia.

El frente Santa Marta

La lucha contra las drogas tiene una vigorosa expresión en Santa Marta, al norte de Colombia –donde se levanta la Sierra Nevada–. Ahí, en la década de 1970, comenzó a sembrarse la marihuana y más tarde ese cultivo fue desplazado por la coca. Fue entonces cuando se fumigaron los plantíos desde helicópteros y avionetas con el defoliador químico paraquat (más tarde sustituido por el glifosfato). A partir de ello, el hangar de Santa Marta se remodeló para dotarlo de una logística más eficaz para detectar y destruir los cultivos ilícitos y de más helicópteros, entre ellos los famosos Blackhawk.

Sin embargo, las cifras revelan que la producción de cocaína no cede en este país. Antes de que entrara en vigor el Plan para la Paz, la Prosperidad y el Fortalecimiento del Estado –nombre oficial del Plan Colombia (octubre de 1999)–, la superficie de cultivos ilícitos se cifraba en 170 mil millones de hectáreas. A pesar de que el Comando Norte de Santa Marta mantiene cuatro actividades antinarcóticos: la Operación Urraca, la Operación Jordán, la Operación Bacar y la Operación Soberanía VIII, los analistas indican que la producción de coca persiste.

Después de siete años y una inversión estadunidense superior a 7 mil millones de dólares, el flujo de drogas desde Colombia hacia la superpotencia mundial “no ha tenido mayores alteraciones”, como citó Bruce Bagley, un experto en Colombia de la Universidad de Miami, al reportero de Newsweek Joseph Contreras en agosto de 2005.

Este escenario resulta aleccionador para los gobiernos de México y Estados Unidos, que emprenderán conjuntamente la Iniciativa Mérida para, oficialmente, combatir al narcotráfico y sus efectos. Al respecto, Eduardo Pizarro, presidente de la CNRR, reitera que en Colombia se siguen produciendo entre 800 y 900 toneladas de cocaína: la misma cantidad que hace 10 o 15 años.

Además, Pizarro subraya que ese volumen se produce “ya no en 170 mil hectáreas, sino en apenas 85 mil y con plantas de gran productividad por innovaciones tecnológicas que dan el doble de cocaína; adicionalmente, de dos cortes que antes daban, hoy producen cuatro y en plantas más frondosas”. Esa mutación hizo más difícil la erradicación y, además, hoy se cultivan en apenas media o una hectárea en zonas muy alejadas de los centros urbanos.

Al respecto, el investigador Ricardo Vargas, de Acción Andina, una agrupación que estudia la problemática de la producción de coca en los países de América del sur, explica que “el Plan Colombia combinó una estrategia antidrogas que se enfocó en los cultivos ilícitos y ya en la práctica terminó siendo un programa antinsurgente”.

Advierte Vargas que, ante las críticas de algunos sectores en Estados Unidos por el fracaso de la guerra antinarcóticos en Colombia, hoy se enfatiza en el desarrollo local y regional para evitar que prospere el narcotráfico. “Por esa razón, el gobierno colombiano se anticipó con la estrategia que hoy es la Fase II del Plan Colombia, que introdujo el tema del desarrollo económico en algunas zonas como parte de la seguridad interior”.

El académico colombiano señala que, pese al Plan Colombia, se incrementó el nexo entre el narcotráfico y las fuerzas armadas. “Prácticamente, las fuerzas armadas pasaron a ser parte de la estructura de seguridad de algunos jefes del narcotráfico, tal fue el caso de Diego Montoya y las denuncias que hizo un líder paramilitar HH (del bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia)”. El investigador alude a la abreviatura del nombre de una naciente estructura delictiva.

Tierra arrasada

Además, la crítica a la erradicación de los cultivos ilegales en Colombia se centra en el uso de químicos que devastó los cultivos para alimento de los campesinos. Así lo explica el abogado colombiano Eduardo Carreño, presidente del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, quien enfatiza que las fumigaciones aéreas con glifosfato “destruyeron los cultivos de Pan Coger (denominación de todos los alimentos de origen vegetal), que son legales y se producen en las mismas zonas donde existen cultivos de coca”.

Este defensor explica que “el carácter militar de los operativos en las zonas productoras expulsa a los campesinos de sus tierras para entregárselas a las trasnacionales totalmente militarizadas y paramilitarizadas”. Ese proceso, asegura, lleva a un contrasentido, pues al fumigar los cultivos alternativos al mismo tiempo que los ilícitos, “los campesinos pierden sus bienes y luego sus tierras ya hipotecadas para cultivar el Pan Coger”.

Simultáneamente, los analistas hablan del “efecto globo” que sigue a la aspersión con químicos. Es decir, cuando el gobierno opera en una zona, los narcotraficantes trasladan su centro de operaciones a otro espacio y con eso trasladan su problemática de violencia e ilegalidad. Así ocurrió, por ejemplo, en Nariño y el Putumayo, al sur del país colindante con la amazonia.

A su vez, el gobierno colombiano sostiene que su programa para la erradicación voluntaria de cultivos ilícitos es un éxito. A cargo de Victoria Eugenia Restrepo, se organizan grupos móviles de erradicación y familias guardabosques en lo que eran zonas productoras de coca. Ahí, una treintena de erradicadores quita de raíz la planta –que en 24 horas se deshidrata–, en lugar de recurrir a la aspersión”.

Ese plan tiene un presupuesto cercano a los 170 millones de dólares, con participación de la agencia de asistencia económica y humanitaria estadunidense. Ahora, señala Eugenia Restrepo, esas comunidades producen los “productos de paz” como: café orgánico, chocolate, artesanías.

En la finca de San Rafael, cercana a Santa Marta, se observa el trabajo de las familias guardabosques. Antes de acogerse al programa de erradicación manual de coca, la mayoría de los campesinos producía esa planta; ahora, se les dotó de tierras, recibieron asesoría técnica y charlas para transformar su modo de producción.

Richard Velásquez es un hombre que hasta principios de 2000 vivía de sembrar coca para los narcotraficantes locales y hoy es líder de la cooperativa de guardabosques, que atiende 20 posadas ecológicas para el turismo nacional e internacional. Ahí las mujeres cultivan flores y los hombres explotan comercialmente la pesca. “Nunca tuve tierra”, asegura Richard y sus compañeros le hacen eco: “Antes no confiábamos en nadie, hoy queremos seguir con esto y nunca más bajar la cara”, dice Rosa, que exhibe en sus morenas manos y con orgullo sus aves del paraíso, esas exóticas y hermosas flores de la Guajira.

Invisibles

Ni en las calles de Santa Marta, al norte del país, ni en Medellín o en Bogotá son visibles los asesores militares estadunidenses que participan en la cooperación antinarcóticos con el gobierno colombiano.

“Ellos están en los cuarteles”, afirman algunos; aunque para Eduardo Carreño dejar en blanco la presencia de 800 militares en servicio activo y de 600 contratistas civiles, “es supremamente grave; sabemos que están en Colombia pero no entran como cualquier persona por el ministerio de Relaciones Exteriores o por Extranjería en el aeropuerto de El Dorado, sino que entran directamente por las bases militares y por esto no se tiene ningún control y no se sabe qué hacen”.

El abogado, también integrante del movimiento Víctimas de Crímenes de Estado, dice que, salvo algunos casos excepcionales, se localiza a los asesores militares estadunidenses en aeropuertos.

Sin embargo, las secuelas de su presencia son evidentes: “Ellos tienen el control militar de los satélites, de los aviones radares, de los radares en tierra y dirigen los operativos de carácter militar en lo que se conoce ahora como el Mando Unificado”. Carreño dice que controlan el espectro electromagnético, el espacio aéreo y el espacio terrestre, y dentro coordinan como mando único la totalidad de la fuerza pública: policía, ejército, fuerza aérea y armada nacional.

Ese panorama –agrega– confirma una pérdida de la soberanía nacional pues se ratifican dos instrumentos de carácter jurídico: la imposibilidad para que en Colombia se investiguen y juzguen crímenes de lesa humanidad o de guerra, y la imposibilidad de que Colombia denuncie ante instancias como la Corte Penal Internacional los crímenes cometidos por miembros de la fuerza invasora.

En contraste, los miembros del ejército y de la Policía Nacional son omnipresentes en calles, caminos vecinales, aeropuertos, dependencias públicas, cercanías de centros comerciales y escuelas en poblados y ciudades. Ese despliegue significa, para unos, garantía de mayor seguridad pública y la disminución de los altos índices de violencia que hasta recientemente hacían de Colombia un país con déficit en la confianza internacional. Para otros, el control militar de la sociedad, fundamentalmente en las zonas rurales.

Los militares instalados en los puestos de seguridad (retenes) a lo largo de las carreteras colombianas (la mayoría concesionadas a particulares), escrutan con rigor el interior de los vehículos para permitir o vetar el paso.

A la salida y entrada de los caminos y de esos puestos se exhiben carteles con la imagen de cuatro uniformados haciendo el saludo militar en las que se lee: “Ejército Nacional Segunda Brigada. Cualquier información llamar al: 314 563 7187. Base Militar Tucurinca”.

No lejos, una manta blanca reza: “Viaje seguro, su ejército está en la vía. Cualquier información llame a la línea gratuita: 146-147. Dios concede la victoria a la constancia”. La última frase está escrita en letras amarillas al centro del letrero.

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