Los bombazos y su contexto
Los ataques con explosivos ocurridos la madrugada de ayer en esta capital contra la sede nacional del Partido Revolucionario Institucional, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y una sucursal del banco Scotiabank fueron perpetrados, de acuerdo con los indicios disponibles, por un conjunto de organizaciones político-militares y constituyen, por lo tanto, una expresión de descontento, argumentada horas más tarde en un comunicado. Al parecer, sus autores no pretendían causar víctimas ni daños humanos. Más allá de tales consideraciones, estas acciones son, sin ambigüedad posible, condenables, punibles y lamentables, no sólo desde una perspectiva ética incompatible con la violencia, sino también a la luz de experiencias históricas nacionales e internacionales no muy remotas.
En efecto, los intentos por generar inestabilidad política mediante la violencia suelen reforzar las tendencias autoritarias y aportan argumentos a quienes utilizan eufemismos como "mano firme" y "todo el rigor de la ley" para abogar por la represión de las disidencias políticas. Ante un gobierno crecientemente oligárquico en el cual se multiplican las tendencias represivas, como el que encabeza Vicente Fox, y con la perspectiva del autoritarismo como sello de origen del calderonismo, el recurso a la violencia resulta particularmente peligroso y a todas luces contraproducente para las causas de transformación social, renovación institucional y democratización por las que luchan amplios sectores de la sociedad. La historia reciente obliga a recordar que es muy tenue la frontera entre los llamados a gobernar con "mano firme" y a aplicar "la fuerza del Estado" y la instauración de la guerra sucia, otro eufemismo que evoca el horror de la supresión de facto de los derechos humanos, las garantías individuales y las libertades básicas; la cancelación de los canales de participación política pacífica y la instauración de prácticas criminales como las desapariciones forzadas, la tortura y las ejecuciones extrajudiciales.
Por otra parte, sería absurdo desconocer la existencia de reales y justificados descontentos políticos, sociales y económicos, o pasar por alto una situación nacional sumamente inflamable que, en algunas lógicas radicales, hace posible y hasta necesaria la colocación de bombas. Esta clase de expresiones sería un asunto menor y aislable en un contexto de bienestar y de consenso. Pero son alarmantes porque tienen como telón de fondo un desastre político, económico y social cuyos responsables principales son el gobierno federal, el grupo en el poder y la clase política.
La presidencia saliente deja una deuda social multiplicada, un desempleo rampante, una postración económica disfrazada de estabilidad y una situación de carencia extrema en millones de hogares. El foxismo fue incapaz de resolver en 15 minutos y en seis años el conflicto de Chiapas, fracción del problema indígena nacional; agravó las desigualdades, incrementó la miseria, dejó impune la corrupción administrativa y se benefició de ella; acabó por aliarse con los cacicazgos y el corporativismo que pretendía combatir; violentó la autonomía de las organizaciones sindicales, claudicó en la defensa de la soberanía nacional, atropelló el estatuto constitucional del sector energético y gobernó para beneficio de los grandes empresarios y en perjuicio de los asalariados; pretendió medrar con los conflictos en vez de resolverlos como el que tiene lugar en Oaxaca y, al intervenir facciosa e indebidamente en el proceso electoral de este año, defraudó la larga lucha social que había hecho posible la instauración de los mecanismos democráticos y que inauguró la alternancia de la que el propio Fox fue beneficiario en 2000.
Por su parte, el Legislativo no ha logrado ejercer su función natural de contrapeso a las decisiones equivocadas del Ejecutivo; antes al contrario, ha sido pieza clave en la aplicación de los designios neoliberales, antinacionales y antidemocráticos de la oligarquía político-empresarial, como ocurrió recientemente cuando el Senado regaló a los monopolios privados el espectro radioeléctrico de la Nación. Otro tanto puede decirse del Poder Judicial, que en los seis años recientes ha dado muestras de una indignante inoperancia institucional (recuérdese al presidente de la Suprema Corte descalificando artículos constitucionales porque fueron, en sus palabras, "escritos con los pies", o al máximo tribunal electoral admitiendo las irregularidades en los comicios del 2 de julio para, a renglón seguido, validar la elección), cuando no de una inmoralidad que se expresa, por ejemplo, en las percepciones y jubilaciones astronómicas que los máximos magistrados del país se otorgan a sí mismos.
El conflicto poselectoral, la crisis de Oaxaca, la embestida de la delincuencia organizada en regiones enteras del país, el descontento sindical, entre otros problemas distintos entre sí, son consecuencias de un fenómeno común y básico: la descomposición nacional provocada por un proyecto político-empresarial depredador que se presentó como "modernización" y que se ha traducido en la demolición de las instituciones desde su interior.
Ahora aparecen las bombas. Los ataques de ayer son repudiables y preocupantes, pero no hay razón para llamarse a sorpresa. Cabe esperar, eso sí, que sean tomados por el grupo gobernante como un llamado de atención para corregir el rumbo y empezar a atender, de una vez por todas, una problemática nacional que ya no puede esconderse tras los escenarios idílicos de Foxilandia. El otro camino es que los poderosos del país resuelvan empeñarse en una estrategia represiva que condenaría a la sociedad a un deslizamiento a la violencia y que, de paso, borraría los últimos rescoldos de legitimidad que le quedan al régimen: la supuesta vigencia de una formalidad democrática, severamente cuestionada tras las elecciones del 2 de julio y sus secuelas, y un apego a la legalidad más que dudoso tras seis años de sistemáticos atropellos gubernamentales al texto constitucional.
Los ataques con explosivos ocurridos la madrugada de ayer en esta capital contra la sede nacional del Partido Revolucionario Institucional, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y una sucursal del banco Scotiabank fueron perpetrados, de acuerdo con los indicios disponibles, por un conjunto de organizaciones político-militares y constituyen, por lo tanto, una expresión de descontento, argumentada horas más tarde en un comunicado. Al parecer, sus autores no pretendían causar víctimas ni daños humanos. Más allá de tales consideraciones, estas acciones son, sin ambigüedad posible, condenables, punibles y lamentables, no sólo desde una perspectiva ética incompatible con la violencia, sino también a la luz de experiencias históricas nacionales e internacionales no muy remotas.
En efecto, los intentos por generar inestabilidad política mediante la violencia suelen reforzar las tendencias autoritarias y aportan argumentos a quienes utilizan eufemismos como "mano firme" y "todo el rigor de la ley" para abogar por la represión de las disidencias políticas. Ante un gobierno crecientemente oligárquico en el cual se multiplican las tendencias represivas, como el que encabeza Vicente Fox, y con la perspectiva del autoritarismo como sello de origen del calderonismo, el recurso a la violencia resulta particularmente peligroso y a todas luces contraproducente para las causas de transformación social, renovación institucional y democratización por las que luchan amplios sectores de la sociedad. La historia reciente obliga a recordar que es muy tenue la frontera entre los llamados a gobernar con "mano firme" y a aplicar "la fuerza del Estado" y la instauración de la guerra sucia, otro eufemismo que evoca el horror de la supresión de facto de los derechos humanos, las garantías individuales y las libertades básicas; la cancelación de los canales de participación política pacífica y la instauración de prácticas criminales como las desapariciones forzadas, la tortura y las ejecuciones extrajudiciales.
Por otra parte, sería absurdo desconocer la existencia de reales y justificados descontentos políticos, sociales y económicos, o pasar por alto una situación nacional sumamente inflamable que, en algunas lógicas radicales, hace posible y hasta necesaria la colocación de bombas. Esta clase de expresiones sería un asunto menor y aislable en un contexto de bienestar y de consenso. Pero son alarmantes porque tienen como telón de fondo un desastre político, económico y social cuyos responsables principales son el gobierno federal, el grupo en el poder y la clase política.
La presidencia saliente deja una deuda social multiplicada, un desempleo rampante, una postración económica disfrazada de estabilidad y una situación de carencia extrema en millones de hogares. El foxismo fue incapaz de resolver en 15 minutos y en seis años el conflicto de Chiapas, fracción del problema indígena nacional; agravó las desigualdades, incrementó la miseria, dejó impune la corrupción administrativa y se benefició de ella; acabó por aliarse con los cacicazgos y el corporativismo que pretendía combatir; violentó la autonomía de las organizaciones sindicales, claudicó en la defensa de la soberanía nacional, atropelló el estatuto constitucional del sector energético y gobernó para beneficio de los grandes empresarios y en perjuicio de los asalariados; pretendió medrar con los conflictos en vez de resolverlos como el que tiene lugar en Oaxaca y, al intervenir facciosa e indebidamente en el proceso electoral de este año, defraudó la larga lucha social que había hecho posible la instauración de los mecanismos democráticos y que inauguró la alternancia de la que el propio Fox fue beneficiario en 2000.
Por su parte, el Legislativo no ha logrado ejercer su función natural de contrapeso a las decisiones equivocadas del Ejecutivo; antes al contrario, ha sido pieza clave en la aplicación de los designios neoliberales, antinacionales y antidemocráticos de la oligarquía político-empresarial, como ocurrió recientemente cuando el Senado regaló a los monopolios privados el espectro radioeléctrico de la Nación. Otro tanto puede decirse del Poder Judicial, que en los seis años recientes ha dado muestras de una indignante inoperancia institucional (recuérdese al presidente de la Suprema Corte descalificando artículos constitucionales porque fueron, en sus palabras, "escritos con los pies", o al máximo tribunal electoral admitiendo las irregularidades en los comicios del 2 de julio para, a renglón seguido, validar la elección), cuando no de una inmoralidad que se expresa, por ejemplo, en las percepciones y jubilaciones astronómicas que los máximos magistrados del país se otorgan a sí mismos.
El conflicto poselectoral, la crisis de Oaxaca, la embestida de la delincuencia organizada en regiones enteras del país, el descontento sindical, entre otros problemas distintos entre sí, son consecuencias de un fenómeno común y básico: la descomposición nacional provocada por un proyecto político-empresarial depredador que se presentó como "modernización" y que se ha traducido en la demolición de las instituciones desde su interior.
Ahora aparecen las bombas. Los ataques de ayer son repudiables y preocupantes, pero no hay razón para llamarse a sorpresa. Cabe esperar, eso sí, que sean tomados por el grupo gobernante como un llamado de atención para corregir el rumbo y empezar a atender, de una vez por todas, una problemática nacional que ya no puede esconderse tras los escenarios idílicos de Foxilandia. El otro camino es que los poderosos del país resuelvan empeñarse en una estrategia represiva que condenaría a la sociedad a un deslizamiento a la violencia y que, de paso, borraría los últimos rescoldos de legitimidad que le quedan al régimen: la supuesta vigencia de una formalidad democrática, severamente cuestionada tras las elecciones del 2 de julio y sus secuelas, y un apego a la legalidad más que dudoso tras seis años de sistemáticos atropellos gubernamentales al texto constitucional.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario